miércoles, 22 de octubre de 2014

22 octubre 2014 El Mundo del Siglo XXI (opinión)

22 octubre 2014


De pensiones, sanidad española, croquetas, amor y dura banalidad






Buscamos a una veintena de etarras, la mayor parte de ellos beneficiados por la anulación de la doctrina Parot, para tratar de averiguar cómo ven los tres años de «cese definitivo de la violencia». Queríamos saber de qué vivían, cómo, si les seguía pareciendo que estaba justificado haber matado a tanta gente, si creían haber conseguido algo y si les parecía bien la actual estrategia de la izquierda abertzale.

El resultado fue distinto al esperado y desigual. Pudimos hablar con algunos de ellos y, en su ausencia o ante su palmaria resistencia a realizar declaraciones, intentamos llegar a algún tipo de conclusión preguntando a sus familiares y a sus amigos hasta configurar un puzzle, incompleto pero muy indicativo. Los etarras fuera de prisión, aunque fueran recibidos con cohetes, viven sin épica, si bien cuentan con un entorno que no les reprocha nada, sino que les respalda, y con unos representantes políticos que solapan otras carencias intentando reescribir la historia a su favor.

Juan Lorenzo Lasa Mitxelena, Txikierdi-al menos seis asesinatos y un secuestro-, abre personalmente la puerta de su casa en Rentería. Es un bajo oscuro en un grupo de edificios antiguo, muy humilde y húmedo. Está en vaqueros y camiseta, enjuto y en buena forma. La pancarta que le recibió a la llegada -desde sus 29 años de prisión a este feudo de Bildu- no fue tributo suficiente -del mismo modo que no se lo pareció a Inés del Río- para asistir a lo que los más radicales consideran las componendas de Durango, esa foto de los excarcelados ideada a principios de año por la izquierda abertzale. Al fin y al cabo, él, absolutamente fuera de la realidad, nunca estuvo de acuerdo con cómo ETA dio el cerrojazo, y acabó siendo sustituido como portavoz de los presos por ortodoxo. Esa tarde, declina tajantemente la oferta de hablar justo cuando una señora muy mayor, que parece un poco sorda, se acerca a duras penas a la salida y, a todas luces cansada, pregunta varias veces quiénes somos. Txikierdi contesta a su madre, en cuya casa vive, mientras cierra la puerta.

Otro asesino, Iñigo Akaiturri, pasa las horas de esa tarde en un conocido bar de Amorebieta, charlando plácidamente con una de sus amigas. Ha pedido al Estado que le pague el subsidio del paro, pero le ha sido denegado porque no ha repudiado a la banda. Por ahora vive con su madre -y a veces se queda en casa de su novia-, en la misma calle en la que vivía Jon Idígoras, el que fuera portavoz de Herri Batasuna, y en la misma calle en que la esposa de José María Sagarduy, Gatza, administra el colmado en el que él también trabaja tras el mostrador de la charcutería, entre golosinas y productos de limpieza.

Sagarduy asesinó a dos personas y es su mujer la que pone una primera barrera de protección negando que ella sea ella y que él sea él. Es una situación un poco incómoda, pero lo cierto es que ha sido un amigo suyo muy cercano quien nos ha dicho que el ex preso suele estar allí. En su día, la izquierda abertzale quiso convertirle en el Nelson Mandela vasco porque ha sido el etarra que ha pasado más tiempo en prisión -31 años-, en la que entró con 22 años, pero no está muy claro si fueron las órdenes de suspensión de actos de la Audiencia Nacional las que impidieron que se viera convertido en un símbolo en libertad o su propia esposa quien frustró esta iniciativa, harta de que su marido hubiese comprometido toda una vida y pudiera comprometer el resto.

En el ultramarinos de Gatza, no obstante, entran los vecinos con toda naturalidad, sin rechazos, sin cuestionamientos, después de darse un paseo por la céntrica plaza que se llena todas las tardes de la chillona despreocupación de los niños en sus juegos. Finalmente, el etarra sale de su tienda y se acerca. «¿Qué quieres?», pregunta, con la esperanza de que le deje en paz. «Es que todo esto es muy personal», resume; y zanja con esta frase cualquier pregunta que se le pueda plantear y se escabulle por las escaleras de su edificio.

Es la misma situación de comodidad social que rodea a Josu Zabarte, el carnicero de Mondragón, el asesino de 17 personas. Cuando fui a buscarle, Zabarte estaba rodeado de amigos comiendo en la sociedad Ziar-Ola. Le habían regalado una caja de higos un poco pochos que llevó de inmediato a su hermana, la mujer en cuya casa parece que vive.

Para localizarla me pasé toda una mañana llamando a decenas de porteros automáticos para comprobar los datos de los buzones, sin darme cuenta de que ella y su hermano me habían visto desde distintos lugares. «¿Cómo sé yo que no eres una policía?”, me preguntaría desconfiada luego. «Estoy segura de que no vienes para ayudarle», insistiría en otra de la media docena de ocasiones en las que intenté ubicar a Zabarte, refiriéndose a la solicitud de pensión que los jueces le habían denegado.

Ninguno de los terroristas de esta lista reconocerá nunca que tiene algún tipo de ingreso -aparte del que corresponde por ley a los presos que salen a la calle-, porque el Estado adelantó a sus víctimas las indemnizaciones a las que fueron condenados y ese es un dinero que deben y que se verían obligados a pagar si alguien demuestra que lo tienen. Como consecuencia, ninguno reconocería la recepción de alguna cantidad procedente de alguno de los ayuntamientos regentados por Bildu, si es que alguno decidiera hacérselo llegar. Sólo quienes quieren reinsertarse pagan una ínfima parte de su deuda, aunque sea simbólicamente y muy poco a poco.

«Vive de lo que le damos sus amigos», explicaría después uno de los próximos a Zabarte, una especie de sombra, vinculada a Sortu de Mondragón, que siempre le acompaña. «Como ves, todo el mundo le saluda y le quiere», dirá; y es verdad. «Aquí a quien se tenía miedo era a la Guardia Civil, no a ETA», insistirá; y el carnicero de Mondragón comprobará cómo la mesa del bar en la que se sienta más tarde se llena de lugareños que bromean y jalean sus comentarios. Todo eso, después de esperar, insistente, un par de horas en la puerta de la sociedad, en una plaza, al sol, frente al monte en el que hace unos años los etarras enterraron a Ortega Lara y a escasa distancia de la casa en la que su secuestrador, Uribetxeberria Bolinaga, disfruta de la libertad que le procuró hace más de dos años su cáncer terminal. Se me ocurre que no logro recordar el tiempo que hacía el día en el que nos llevaron a la prensa a ver ese agujero. De tan inhumana, inexplicable y horrible que era la situación.

En realidad, el asesinato o el secuestro no fueron las únicas formas de violencia ejercida por ETA y por la izquierda abertzale. La exclusión social del disidente fue, desde siempre, otro modo de asegurarse la cohesión. En los últimos meses, Isidro Garalde Bedialauneta, Mamarru, suele pasarse por la dura y pesquera localidad de Ondarroa para ver a su familia. Se supone que vive en Francia pero, en realidad, cobra una pensión y suele frecuentar el hospital de Galdácano para tratarse de las múltiples dolencias que le aquejan -el corazón, la próstata- y de las que mejora a pasos agigantados .

Mamarru, de familia humilde, fue educado en un seminario y después ya nadie consiguió que se centrase. Desapareció en el país vecino en pos de ETA, donde se casó y donde, como el resto de los etarras en los años 80, recibía la visita frecuente de sus padres. Sin embargo, en el pueblo algunos recuerdan entre risotadas cómo insultaban y hostigaban a su madre porque estaba en contra de los asesinatos y, «por lo tanto, en contra de su hijo».

Entre los etarras que han regresado los hay también que parecen resentirse de un modo más directo de una situación de incertidumbre. La madre de Juan Manuel Piriz, Mungi, involuntariamente daba pistas sobre cuáles pueden ser las expectativas de algunos de ellos. Piriz se pasó 27 años en prisión por asesinar a Mikel Solaun, otro miembro de ETA considerado un traidor porque, en el camino de la reflexión, se negó a instalar una gran bomba en los bajos de un edificio que tenía que haber estallado en el momento de la inauguración.

«Es que dicen lo que hacen estos, pero Franco también mataba. Aunque nada vale la pena si el resultado son 30 años de cárcel», desliza esta mujer menuda pero capaz de concentrar toda su tensión en la cara cuando recuerda los «30 años de cárcel». «En realidad, él no lo hizo, lo hizo un compañero y lo metieron a él en la cárcel», dirá repitiendo lo mismo que otros muchos familiares de miembros de ETA. ¿Y él qué piensa de lo que está ocurriendo ahora? «Ni se me ocurre preguntar», añade, también repitiendo lo mismo que otros muchos familiares de etarras. «Yo no me meto en política».

Mungi ha estado cobrando el paro en los últimos meses porque antes de entrar en prisión estuvo trabajando en La Naval. Una vez se le acabó la prestación, se puso a estudiar el EGA, un curso superior de euskera que permite obtener un puesto de trabajo como profesor o funcionario en la Administración.

¿Y los de Sortu no le buscan trabajo? «Los de Sortu no tienen nada que decir en esto. Con el EGA conseguirá trabajo». Pero, ¿cómo va a conseguirlo con la cantidad de paro que hay? «Puede ser profesor, se lo buscarán». ¿Quién? «El Gobierno». Casualmente, ese mismo día, Jonan Fernández, responsable del área de Paz y Convivencia del Gobierno vasco, hace pública su intención de poner en marcha un plan por el que se buscará trabajo y casa a los presos de ETA que cumplan con algunos requisitos, para facilitar su reinserción. Quizás, la madre de Piriz estuviera pensando en esos momentos en una oportunidad similar, o quizás sólo se refiriera a una oportunidad de colocación ordinaria. No pude aclararlo porque no me permitió volver a hablar con ella.

No es la primera vez que, al salir las siglas de Sortu o Bildu, los propios etarras o sus familiares marcan distancias. A veces parece subyacer cierto resquemor. Da la impresión de que el que no asume la nueva estrategia puede encontrarse muy apartado dentro de esa misma burbuja; y que el que la asume ha de aceptar cierto grado de frustración.

A esas alturas del trayecto se cuentan por decenas los vecinos, viejos o jóvenes, que ven con comprensión al menos o con indiferencia tener en los aledaños al autor o cómplice de uno o varios asesinatos. «Mi madre le conocía de cuando era joven y ya vivía en este edificio. Ahora ha vuelto y ya está», asegura un chaval de Lasarte acostumbrado a encontrarse en el ascensor con Pedro María Rezabal. Son varios, también, los familiares o los convecinos que se muestran convencidos de que los etarras han perdido años de vida en prisión para nada. Aunque siempre lo digan a sus espaldas y en contra de lo que ellos, en su mayoría, aseguran pensar. También es cierto que, a estas alturas del trayecto, hay incondicionales que no temen deslizar que lo son y que son muchas las negativas acumuladas.

Dos últimas paradas pondrán un punto desconcertante en el viaje. La primera se produce en San Sebastián, donde la búsqueda del palentino Domingo Troitiño, uno de los autores de la masacre de Hipercor, me lleva al intermediario más extravagante jamás imaginado: abre la puerta con absoluta naturalidad ataviado con unos sucintos y reducidos slips color azul verdoso mientras, manchado de harina hasta la cabeza, acaba de dar forma a una croqueta. Estaba, atareado, preparando la comida que poco después iba a disfrutar con su cuadrilla en la sociedad. Pasa en un trabajoso minuto de no conocer de nada a Troitiño -pura cautela hasta saber qué estaba tramando- a llamar para consultarle, a través de su hijo, si quiere concederme una entrevista. Finalmente, Troitiño decide «seguir siendo un ciudadano anónimo que pretende seguir con su vida». «Entiéndelo», me pide reiterada y sentidamente su improvisado y desinhibido portavoz, «entiéndelo».

La última parada distinta se produce en Etxarri Aranatz. Todas las preguntas en la plaza sobre la ubicación de Bautista Barandalla llevan a la herriko taberna donde trabaja su novia, una joven con aspecto abertzale de pura cepa. Ya el primer contacto es verdaderamente chocante: «Mira que son cotillas», me dice de buen humor con un perfecto acento de Jaén, como si se tratase del trasunto femenino del protagonista de Ocho apellidos vascos. ¿Pero, mujer, tú que haces aquí? «A mí es que esto me encanta». ¿Pero tú sabes lo que ha hecho la persona con la que estás? «Es que una no elige de quién se enamora. Lo importante es la persona». ¿Pero tú sabías...? «Sí, le conocí cuando todavía llevaba la pulsera telemática en el tobillo».

Efectivamente, Barandalla salió de prisión antes de cumplir la totalidad de su condena por enfermedad grave y fue entonces cuando conoció a esta joven andaluza aparentemente integrada en un pueblo con un pasado inequívoco.

Etxarri Aranatz es el lugar en el que un comando de ETA mató al que había sido su alcalde, Jesús Ulayar, ante la presencia de su hijo Salvador, de 13 años. Salvador lleva un año presentando por toda España el libro -por su cuenta, sin ayuda, editado por un amigo porque tras el fin de los atentados ninguna editorial lo encontró comercial y ninguna institución interesante- en el que explica cómo las manifestaciones a favor de la banda frente a la casa eran procesiones encabezadas por la parte abertzale de la familia. Y cómo, cuando los asesinos salieron de prisión, incrementaron el reconocimiento de su entorno pateando al hijo mayor de la víctima.

En cualquier caso, el hombre que pocos minutos después de nuestra entrada en la herriko se presenta con la mejor de las disposiciones no parece haber dado marcha atrás ni un centímetro. Barandalla fue condenado por matar a una mujer, madre de seis hijos, con la bomba que había colocado con otro objetivo. Al salir de prisión, solicitó al Estado -al que llama «exterminador»- una pensión vitalicia por incapacidad permanente. Esto no es óbice para que de vez en cuando se le vea correr por el monte o desplegar una actividad frenética que incluye enseñar a los jóvenes de la localidad, como en una fiesta campestre, a fabricar la miel tal como le instruyeron en prisión.

Eso era lo que iba a fotografiar Carlos cuando el maestro preguntó el medio en el que trabajábamos. A partir de ese momento cualquier duda sobre la suculenta miel de brezo fue despejada con la precisión de un experimentado artesano; sobre el resto, ni pensarlo. Y así quedó la historia. Allí quedaron los protagonistas, divertidos mientras se envolvían en sus trajes de apicultor, digna y bucólica imagen de uno de esos documentales que las diferentes administraciones gobernadas por la izquierda abertzale están impulsando y pagando desde hace meses para consumo interno y propaganda exterior en los que los etarras son cualquier cosa menos asesinos. Allí quedaron entre el mareo de las abejas y la extraordinaria luz al relente del atardecer.

En ese universo de tan durísima banalidad.

Opinión:

Esta misma mañana de miércoles he disfrutado de una larguísima conversación con una víctima residente en el País Vasco y hemos coincidido (no podia ser de otra manera) que la situación que podemos vivir las víctimas que residimos en otros lugares no tiene ni punto de comparación con la que viven los que siguen residiendo allí.
Del mismo modo, también es evidente que tener que convivir en las cercanías de donde residen los terroristas una vez salen de prisión debe ser una condena añadida para las víctimas.
Pero, por otro lado, podemos pensar que estos asesinos ya no volverán a celebrar otros asesinatos de sus propios colegas terroristas. Tras todo el dolor que han causado y que habrá que ir explicando allí donde nos dejen, pero con la banda terrorista ETA vencida.
O eso es lo que explica el ministro de Interior....

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