viernes, 11 de mayo de 2018

06 mayo 2018 (14) El Correo

06 mayo 2018 




Carta inédita de un exmilitante de ETA
(El comunicado que nos gustaría leer)

Empieza una nueva vida también para nosotros, para los que en algún momento creímos necesario utilizar la violencia como un medio más de nuestra lucha política. Y estoy convencido de que el rumbo de esta etapa esperanzadora va a depender en buena medida de gente como yo, de cómo ajustemos las cuentas que tenemos pendientes con nosotros mismos. Mis premisas no tienen nada que ver con las que alimentan estos días los acontecimientos y los titulares.
El comunicado me ha dejado frío, no me parece muy honrado. Hace ya años que no me veo representado en esa retórica ampulosa que trata de justificar nuestros crímenes de hace cuatro días con agravios extraídos de los libros de Historia: Franco, el bombardeo de Gernika, 1512, la batalla de Roncesvalles… Me cuesta creer que algunos sigan creyéndose su propio discurso.
En la cárcel aprendí a pensar por mí mismo, aunque ―eso sí― tuve que esperar a que me enviaran al Puerto de Santamaría. Mi familia y mis amigos llevan años concentrándose semanalmente a favor del acercamiento de los presos, pero debo confesar que a mí la dispersión me vino muy bien: me proporcionó la tranquilidad y el aislamiento que necesitaba para asomarme a mi propia biografía. Si todos hubieran hecho ese esfuerzo en su momento, pienso que la trayectoria de ETA hubiese sido más breve y menos dolorosa.
Estoy lleno de remordimientos, a pesar de que tengo una ventaja: nadie me va a insultar, nadie me va a pegar, no voy a encontrar mi nombre dentro de una diana cuando salga del portal o me acerque a los columpios con mis nietos ni voy a descubrir un pájaro muerto o una bala con mi nombre dentro del buzón. He escrito que es una ventaja, pero quizá no lo sea: quizá no me merezca tanta normalidad después de haber destrozado la vida de tantísimas personas. Me interesan las víctimas. He leído algunos testimonios y entrevistas, y casi he podido sentir la inquietud y el miedo de quienes sí convivieron con la posibilidad de que alguien les pegase un tiro al salir de casa. Era una posibilidad real, hay que reconocerlo. Yo mismo facilité nombres y direcciones en alguna etapa de mi militancia. Admito que me incomoda leer ese tipo de historias, encontrarme en un libro o en un periódico con la mirada de alguien a quien yo y mis compañeros arruinamos la vida con una carta o un artefacto, pero desde hace un tiempo me obligo a afrontar esos relatos, a dedicarles tiempo. Me parece que es lo mínimo: ya que lo tengo muy complicado para recomponer tantas familias arruinadas, voy a tratar al menos de hacerme cargo de todo el sufrimiento que he causado.
Leí en una ocasión una entrevista a la viuda andaluza de un policía asesinado en 1979. Ella y su marido eran muy jóvenes, veintitantos años y tres hijos muy pequeños. Él murió cuando trataba de desactivar una bomba que habían puesto en una oficina del centro de la ciudad. La oficina era de un hombre que no había querido pagar el impuesto revolucionario. La viuda decía en la entrevista que si los autores del atentado hubieran sabido la clase de hombre que era su marido, no hubieran colocado la bomba. Era el mejor padre, el mejor esposo y el mejor amigo, aseguraba. Al principio me pareció una ingenuidad. Nadie de la organización se preocupaba en aquellos años ―ni después― de humanizar sus objetivos. Más aún, era un riesgo que tratábamos de evitar, no fuese a ocurrir que un brote inoportuno de sentimentalismo estropease la ekintza largamente preparada. Dentro de un uniforme no había nadie. Sin embargo, seguí dándole vueltas unos días a la reflexión de la viuda y acabé convencido de que tenía razón: si yo hubiera hecho un mínimo esfuerzo por conocer a su marido policía, seguramente me lo hubiese pensado un poco más antes de ir a por él. Quizá hubiese descubierto que sólo me llevaba cinco o seis años, que también era aficionado a Deep Purple o que soñaba con comprarse un Seiscientos, como yo antes de incorporarme a ETA. Han pasado cincuenta años, pero me parece que casi todos aún tenemos pendiente ese descubrimiento.
En el primer comunicado se hablaba del perdón. Hay quien sostiene que fue una exigencia de Brian Currin y compañía. Me pareció poco sincero, casi una estrategia, una equis en una casilla de la hoja de ruta.
Esto del perdón es seguramente lo que más me cuesta. Soy muy consciente de que he matado gente, de que he sido un asesino. No me importa reconocerlo, pienso que es el primer paso. El Diccionario de la Real Academia precisa que asesinar es “matar a alguien con alevosía, ensañamiento o por una recompensa” o “causar viva aflicción o grandes disgustos”. Me duele horrores reconocerlo, pero cumplo todos los requisitos. La “recompensa” que anhelaba era una Euskal Herria independiente mucho más difusa y utópica que la actual Comunidad Autónoma Vasca con sus instituciones, sus competencias, sus ikastolas, su Ertzaintza, sus fiestas, sus costumbres y su Estatuto de Autonomía.
En fin, que no me debería ofender si alguien me llama asesino. El reto ahora es cómo gestionar esto del perdón. Tengo el convencimiento de que se trata de una batalla que debo librar conmigo mismo. Una vez se lo preguntaron a Ortega Lara y también él se refirió a ese combate personal. Me impresionó su explicación: “El perdón es algo que debe salir del corazón. A mí no me gustaría morir sin haber perdonado, pero tengo que reconocer que a día de hoy no lo he conseguido. Quizá no he puesto todo de mi parte”. Me pareció muy sincero y muy generoso. Eso sí que es una hoja de ruta. Cuando ingresé en ETA con diecinueve años, algunos amigos pensaban que era un valiente. Pienso que no les faltaba razón: es verdad que hubo un poco de inercia, que me dejé llevar por el ambiente ―la cuadrilla, el monte, las cenas, los zutabes que pasaban de mano en mano, las pancartas, el marxismo en dos tardes, la Historia en una cena, las carreras delante de los grises…― y que limité el sentido crítico a nuestro “enemigo” ―España, la Guardia Civil, el franquismo sin Franco, la oligarquía, qué sé yo―, pero sí que creo que hubo además un cierto compromiso, casi un sentido de misión. Para mí hubiese sido mucho más cómodo quedarme en casa, no meterme en líos. Sin embargo, ahora sé que hace falta más valentía y más audacia para enfrentarse a uno mismo y para pedir perdón que para funcionar por la vida con un DNI falso y una pistola escondida en la cintura.
Entendería que haya personas que no me quieran perdonar. Y creo que merezco que me lo digan con desprecio. Aunque reconozco que me gustaría deshacer todos los nudos. Y hasta darle un abrazo a alguien. Sé que hay algunos de “los míos” que lo han hecho. Ya veremos.
Ahora mismo, casi me siento más cerca de aquellos que han acogido con pena y escepticismo el comunicado de ETA que de aquellos otros que lo han recibido con júbilo y celebraciones. Es mucho mejor que ya nadie se dedique a matar a quienes no piensan como él, eso está claro, pero siguen siendo muy tristes las razones que han alentado esa decisión. No sé, tengo la impresión de que algunos aún quieren seguir recogiendo nueces. No pienso que haya que premiar a alguien que ha dejado de matar si además sigue orgulloso de sus crímenes.
La mejor prueba de que esta sociedad a la que tratamos de combatir durante tantos años es mucho mejor que nosotros es que nos va a permitir seguir formando parte de ella, a pesar de todo. Espero estar a la altura.

No soy ingenuo: no creo que muchos de mis excompañeros estén dispuestos a compartir un desahogo como este. Ni siquiera yo mismo soy capaz de escribirlo.

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